“Desde que tenía 16 años he sentido una nube negra sobre mí. Desde entonces, tomo pastillas para la depresión”.



Hija de un vendedor y una farmacéutica, Amy Jade Winehouse nació el 14 septiembre de 1983 en Southgate, Londres, en el seno de una familia humilde. Su padre le inculcó el amor por el jazz y ella siempre tuvo claro que quería convertirse en una buena intérprete de ese género musical. Y lo iba a lograr, porque había nacido bendecida por un don de esos que no les toca a todos: una voz prodigiosa, distinta, que la llevaría hasta donde quisiera.

Apenas apareció Frank (2003) su primer disco que lleva ese nombre por su amor por Frank Sinatra, un periodista le preguntó:

—¿Cuán famosa vas a ser?

—Mi música no entra en esa escala. No creo que vaya a ser famosa. No creo, tampoco, poder soportarlo. Contestó la joven cantante.

A la luz de los hechos, queda claro que falló solo el 50% de sus predicciones. Fue una celebridad, tapa de todas las revistas, conquistó el mundo. Pero no pudo resistirlo. Siempre intentó huir de la fama, de las giras y de las responsabilidades que la asfixiaban, eran demasiado.

Nunca pudo hacerlo y encontró la oscuridad. Años de excesos que la consumieron y la hicieron descender a los infiernos. El 23 de julio de 2011 la encontraron muerta en su cama, en su casa de Londres, por una intoxicación etílica. Tenía apenas 27 años, pero no fue una sorpresa para nadie: el alcoholismo y la bulimia que padecía, sumado a un enfisema pulmonar derivado de fumar crack, ya estaban acabando con su vida desde mucho antes.

Pero es injusto recordarla solo por sus excesos o por pertenecer al Club de los 27 -una expresión utilizada para referirse a músicos, artistas, y actores que fallecieron a esa edad-. Amy era mucho más que eso. Y su música aún estremece y emociona.

En el 2006 la muerte de su abuela la dejó hundida. En esa época ya era una estrella y necesitaba parar.
Su padre había reaparecido para manejar su carrera y ella le pedía tiempo para unas vacaciones, pero él llenaba sus giras de presentaciones millonarias. Como en tantos otros casos, la máquina de generar dinero no podía apagarse aunque se termine triturando al artista. Y Amy, que se sentía presa, no pudo salir de ese laberinto. En Amy, el documental nominado al Oscar dirigido por Asif Kapadia, se apunta contra su padre, un negador serial que no reconoció los problemas de su hija hasta bastante tarde (él fue uno de los principales opositores a que su hija ingresara en centros de rehabilitación durante largo tiempo) y que solo reaparece en su vida fascinado con la idea de ser el padre de la nueva estrella del momento.

Su amor era como una droga: él, que a los nueve años se cortó las venas, la introdujo en el consumo de crack y heroína y le enseñó a vivir sin límites. Y ella, que estaba rota, fue manipulada por completo. Este fue el segundo hombre que destruiría su vida.

Blake Fielder-Civil.

Su relación duró aproximadamente siete años. El 18 de mayo de 2007 se casaron en una ceremonia secreta en Miami, pero tan solo unos días después de la boda Blake Fielder-Civil fue arrestado por haber protagonizado una pelea en un pub. Su ingreso en prisión por peleas, robos y delitos con armas de fuego se convirtió en una constante y, aunque Amy juntó coraje y se internó en una clínica de rehabilitación, realmente quería sanarse, formar una familia, ser madre.

Se divorciaron en 2009. Ella pasó unos meses en una isla para desintoxicarse y componer nuevas canciones para su tercer álbum. Se la veía más recuperada, pero no pudo ganarle la batalla al alcohol.


Sola, con Blake preso; sus amigas de la infancia alejadas; sus padres negando sus problemas; con el acoso de la prensa que registraba sin piedad cada paso que daba y varios shows suspendidos por sus excesos, esa noche del 23 de julio se despidió de su guardaespaldas cerca de la medianoche y a las tres de la mañana le envió un mensaje de texto a un amigo: “Estaré acá para siempre, ¿y tú?”.

A las 10 de la mañana el guardaespaldas se acercó a su puerta y no escuchó nada. No lo sorprendió. Tampoco cuando repitió el movimiento a las 12 del mediodía. A las tres de la tarde, alarmado por la falta de respuesta de la cantante, ingresó a su cuarto. Llevaba muerta varias horas. Al costado de la cama había tres botellas de vodka vacías. Los análisis toxicológicos demostraron que no había rastros de drogas en su sangre, solo una cantidad desmesurada de alcohol: 4,16 gramos por litro de sangre -el límite antes del coma alcohólico es de 3,5-.

No había nada que hacer, la estrella se apagaba y con ella sus sueños. La chica rebelde de la música se convertía en leyenda. Pero Amy Winehouse solo quería que la quisieran.

“Siempre dije que no quería escribir sobre el amor, pero es el punto al que terminamos volviendo todos”.



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